top of page

LA CALA DEL DOLOR (Relato Gratuito)



Era una noche de agosto de 2015 cuando mi amigo Alberto y yo llegamos a Cala Flores, una pequeña cala próxima a Cabo de Palos, para tomar unas fotografías promocionales. Huelga describir el gesto de estupefacción que se dibujó en nuestros rostros, al encontrarnos la orilla de aquella cala con decenas de claveles empapados, fondeados en la orilla. ¿Alguna explicación razonable? Pronto la adivinamos; era la noche de la Virgen de Agosto y media hora antes habíamos presenciado desde los alrededores del imponente faro del mencionado cabo, una procesión de embarcaciones que acompañaban a la Virgen como cada 15 de agosto. Y las flores arrojadas a su paso, en medio del mar, y que no pudimos discernir en la lejanía, eran las que ahora aparecían ante nuestros ojos, arrastrada por el oleaje. Días después, aquel divertido descubrimiento y las fotografías que lo inmortalizó, me inspiraron el siguiente relato…


Espero que os guste…



© JLGM 2015 TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL INSCRITO EN EL REGISTRO DE LA PROPIEDAD INTELECTUAL




“LA CALA DEL DOLOR”


A esa cala recóndita, a esa cala del dolor, mis pies me han vuelto a conducir. En la misma noche de tu muerte, ocho años después, hay una fuerza dentro de mí, dolorosa pero magnética, que me arrastra, que me empuja en cada aniversario hasta ese lugar donde te perdí. Siento que, hasta con los ojos cerrados, mis pies sabrían arribar hasta esa cala inmersa en la oscuridad. A ese lugar que se enmarca lóbrego y fúnebre en las pesadillas que me asaltan a diario. He aparcado mi coche en la explanada de asfalto adyacente, bajo el halo anaranjado y mortecino de las farolas que parecen contemplarme mudas, inclinadas sobre mi cabeza. Como aquel lejano quince de agosto, ocho años atrás… Desciendo los escalones de cemento, roídos por la erosión, obrados sobre las rocas, hasta el rellano de la cala, dejando a mis espaldas el tenue resplandor de las farolas. La arena gruesa acumulada se tamiza gris y plateada bajo la Luna; una angulada sonrisa, ladeada y macabra en el cielo. Esa Luna altiva, colgada en el firmamento, parece reírse de mí. De mi desgracia. De tu pérdida. Detesto esa Luna con una carcajada torcida de hielo. Y ese mar que me arrancó tu sonrisa, tus besos, tus pupilas que ardían de deseo y amor cuando nos mirábamos. Los edificios parecen observarme petrificados, desde la altura, con algunos balcones iluminados, que son sus múltiples y diminutos ojos. Se elevan como enormes cabezas rectangulares, asomadas sobre el promontorio que se cierne sobre esa lengua de arena oscura a la que he descendido. A ese pozo de negrura, franqueado de rocas salientes, donde sólo reverbera el eco de la incesante nana de las olas. Es un rincón embrujado, pienso caminando sobre la arena húmeda que se hunde al pisarla, sobre las algas oscuras que a veces se enredan en mis sandalias. Pero de súbito, me derrumbo al suelo y caigo de rodillas. ¿Ha sido un golpe de viento? ¡No! ha sido una punzada de dolor inhumano y salvaje. El alma se me ha vuelto a desgarrar, al llegar a esa parcela de arena donde te contemplé, muerta, pálida, lívida por el beso de la muerte. Inerte, pero todavía hermosa y bella. Alrededor de tu figura yerta y tendida, se esparcían claveles oscuros, enredados entre las algas, marchitos por el agua. Como a ti, el mar después de robarle la vida, los había arrojado hacia esa recóndita cala, dejándolos varados en la orilla como sobre una pulida lápida de mármol. Flores recién cortadas, lozanas de vida. Lanzadas al mar aquella noche de la Virgen de Agosto en una marinera ycolorida ofrenda. Y el mar las había devuelto a tierra firme, arrugadas, empapadas de oración y sufrimiento. Ocho años atrás, el mar también te devolvió inerte, esa trágica noche... Yo te había dejado junto al portal de tu edificio apenas dos horas antes de que me notificaran la tragedia, en el mismo lugar donde te había recogido a media tarde. Aquella tarde nos habíamos besado sin medida. Primero sobre tu toalla, tendida al borde de la orilla, en una playa despoblada. Mis manos resbalando por tu piel suave y mojada, de color canela, de finas curvas. Tu piel cálida y con aroma y sabor a mar pegada a la mía en el roce electrizante de nuestras manos, de nuestros labios y cabellos. Luego, dentro del agua, seguimos besándonos, acariciándonos, hablando y riendo con el embeleso de dos enamorados centelleando en la mirada, en los labios, mientras la cala se oscurecía al caer las últimas horas de la tarde. En un instante dado, el Sol se escondió tras el perfil de rocas abruptas que se adentraban al mar, encerrando la diminuta cala tras naturales muros, como unos brazos enormes y congelados que pretendieran protegerla, cobijarla, ocultarla de todas las miradas. Y, luego, te dejé en el portal de tu edificio, con la huella de un beso salado de despedida. Pero… ¿quién sabe por qué regresaste a darte un último baño? Quizás querías saborear la noche recién caída, retenerla para ti por un instante. A solas con la naturaleza y tus pensamientos. Rememorar el sabor de nuestras pieles fundidas, saladas y dulces a la vez. Entonces, sin avisar, el mar te arrebató la vida. Te hurtó de mí y lapidó nuestros sueños en común. El tic tac de nuestro presente. La esperanza en el futuro. ¡Te maldigo mar que eternamente bañas la arena de esta cala! ¡Ese mar oscuro casi siempre simulando una falsa y pacífica calma! Hay un faro sobre un peñasco que emerge del mar. A unos ochenta metros de distancia siguiendo la diagonal desde la orilla sobre la que observo la oscuridad infinita. Esta noche sigue brillando, tal a hace ocho años, ese foco de luz elevado sobre esa isleta que se recorta negra contra el cielo. Como encaramado a un pedestal o un altar en medio de la nada. Es un círculo de luz intrépido, valiente, ignora el temor de ser una simple aguja en el pajar en la mareante inmensidad. Una luz que va y viene, girando siempre en horizontal, esclava de la misma órbita. Su haz de luz sepierde en el horizonte, hacia el sur, para luego proyectar de nuevo su túnel de luz a la misma dirección de mi mirada. Eternamente. ¡Oh, y recuerdo cada día y cada noche, como un recuerdo lacerado que, al evocarse, desgarra el alma y los pensamientos, las últimas palabras que brotaron de tus labios, pecaminosos como la miel, que aún se movían vivos y palpitantes! Me susurraste, entre besos, entrelazados dentro del mar, que te apetecía visitar ese pequeño islote. Yo te respondí que no lo hicieras, que desistieras de esa idea, que era descabal e insensato. Pero siempre me silenciabas con tus labios cuando objeto o contradigo tus anhelos. Siempre te salías con la suya ¡oh, si hubiera imaginado que esa misma noche partirías a cumplir ese anhelo, y la mortal consecuencia de tu locura, te lo hubiera prohibido! Aún consciente de que yo no tenía derecho ni potestad para prohibirte nada y que, más tarde o temprano, hubieras desobedecido mi tajante veto ¡pues eras como el viento indetenible, de giros impredecibles e ingobernables! Y quisiste cumplir tu electrizante capricho nada más quedarte sola aquella maldita noche. Nadaste a través de un mar negro como la muerte, aquella noche sin Luna. Te adentraste en un mundo marino desconocido, abriendo con tu grácil talle un surco de espuma en el mar que se cerraba tras de ti. Abandonaste la paz maternal de la cala, el borde de la tierra firme y segura, hacia un farallón solitario, acorralado por un mar hostil y sacudido por corrientes y energías desconocidas. ¡Te sedujo su belleza solitaria y peligrosa y hacia su descubrimiento marchaste, mar a través! ¡Oh, y maldigo también ese faro y su pétreo pedestal al que nadaste! Esa oscura y retorcida silueta en la noche, sobre la que se elevaba esa disco de luz, anunciando un próximo cabo a los marineros errantes y la cercanía de la costa. ¡Deleznable el destino y esa noche despejada, que te contempló morir ahogada y gritar en vano en el inmenso mar, sin que nadie te escuchara ni te contemplara morir, salvo las mudas estrellas! Tu bonita cara como un punto pálido en el vasto e inabarcable océano. Tus negros cabellos confundidos con su negra piel. Tus brazos que, exhaustos, no pudieron hacerte regresar al punto de tu partida, una vez que te sentiste fracasada y agotada y el aliento de la muerte comenzó a soplar helado y tenaz en tu nuca. ¡Oh, Dios todopoderoso, cómo la dejaste perecer aquella noche! Mientras, un puñado de embarcaciones, como puntos blancos decorados con guirnaldas de luz, salían al mar encrespado, en lenta procesión, a arrojar coronas y ramos de flores al mar, al paso de la solemne virgen blanca y pálida, entronada sobre el mar. Era la Noche de la Virgen de Agosto tal a hoy, y en aquella localidad costera, varias calas más allá, un par de millas hacia el Sureste, como cada año, decenas de vecinos cumplían la festiva liturgia, con los últimos rescoldos escarlatas del día apagándose en el horizonte. Pasear a la Virgen y patrona de la localidad entre letanías y oraciones, por alta mar, blanca y luminosa como una aparición fantasmagórica. A su vera, embarcaciones de todos los tamaños, barcas de madera, pequeños veleros o barcos pesqueros, nerviosas lanchas o elegantes yates, cortejaban a esa Madre de Dios y la honraban con flores, claveles rojos y blancos lanzados al aire y al mar, en ramos o enhebrados en coronas de flores, que luego el oleaje o el casco de las embarcaciones, al atropellarlas, se deshacían sobre el agua. Así, a la par que morías a horribles tragos de agua que encharcaban tus pulmones y paraban tu corazón, llovían flores al mar, murmullos de plegarias y apasionados «vivas» a la Virgen. Y mientras que alguien entonaba devotas oraciones o soltaba al aire desgarradas saetas, los agónicos alaridos de Yasmine los silenciaba el viento. Se diluían en la inmensidad de la atmósfera, los arrastraba el viento hasta esparcir y confundir sus gritos en el susurro interminable y fúnebre de la brisa. Roto de dolor, mis dos manos ahora aferran dos puñados de arena. Los aprieto con rabia hasta que los granos se escurren entre los dedos. Mi tronco se encorva hacia la tierra, quebrado de tormento. Las lágrimas de mis ojos, a borbotones, resbalan por mi mejilla y mojan la arena. Mis labios se ensucian de ella, retorcido mi rostro de insufrible pesar. —¡¿Por qué?! ¿¿Por qué me la robaste?? ¡¿¿Por qué??!... —me desgañito a preguntas sin respuestas, con el rostro volcado al mar. Pero nadie me responde. Él se traga mis desgarradas preguntas, las rumia y las vomita de regreso. Como te devolvió a ti y esas malogradas flores esa abominable noche. Pálida, demacrada, amoratada, como un harapo sin vida que el mar hubiera desechado en la orilla, de cualquier manera. Parecías sensualmente dormida, con tu bikini de color coral y tus bonitas formas ausente de vida. En tu melena negra las algas oscuras se habían enredado y de tu boca sólo lograron extraerte litros de agua que habían apagado la llama de tu vida. Llegué a tiempo de ver cómo unos hombres con chalecos amarillos reflectantes certificaban tu muerte. En sus rostros reverberaban miradas apesadumbradas y cabizbajas y sus cabezas sin rostro negaban con resignado abatimiento. Y en torno a mi fallecida amada, siguiendo la oscilante línea de espuma que trazaban las olas sobre la inclinada orilla, a lo largo de esa playa, esos claveles esparcidos… ¡Como si fueran flores derramadas para honrar tu cadáver sin tumba, para decorar el frío lienzo de una muerte con un bordón de duelo y fe en la otra vida! Recuerdo que una noche como la de hoy, ocho años atrás, corrí a tu encuentro al verte muerta sobre la arena. ¡Te quise resucitar con mis lágrimas, besándote y abrazando esa piel tan fría como el hielo, tan inerte como un muñeco sin vida! Me tuvieron que arrancarme de ti, fuertes y serenos brazos, mientras yo quería seguir abrazándote y seguía gritando, fuera de mí, enloquecido de dolor. Maldecía al mar y quería adentrarme en él y combatirlo. Descargar mi furia e impotencia sobre ese ser informe e infinito que me había arrebatado lo que más amaba. Así que ahora dejo que las lágrimas rueden por mis mejillas, hincado de rodillas sobre la arena. El dolor de mi alma, huérfana sin ti, celebra su calvario de esta íntima manera, cara a cara con el mar mediterráneo que me hizo el hombre más desgraciado del mundo. Cara a cara, con tu asesino. Pero entonces, abro los ojos y ¡oh, no puede ser! De nuevo la espuma blanca, como risillas evanescentes, me trae esos claveles oscuros y arrugados y los posa ante mis ojos. Esas flores sin vida. Ola tras ola, rugido tras rugido. Doliente, mortal, asesino. Preso de la ira por esta broma macabra, me levanto y recojo cada clavel arrugado y los arrojo con febril impotencia e ira a ese mar ¡a esa bestia gigante y homicida cuyos confines no se pueden contemplar! Pero mis esfuerzos son baldíos. He persistido como un loco desquiciado bajo el resplandor de la Luna, recolectando cada una de las decenas de claveles que el mar insiste en devolver a mis pies, en cada nuevo batir del mar contra la arena. Así he estado entregado en esta absurda batalla interminables minutos, como si sirviera de terapia para apaciguar mi dolor. Pero el mar me devuelve todos y cada uno de los cadáveres de esas flores que horas antes fueron hermosas y resplandecientes.

Esas flores que, minutos atrás, como hace ocho años, manos creyentes las arrojaban a manojos desde los barcos reunidos en un corro marinero de fe y devoción. En dirección a esa Virgen blanca y de cera que parecía flotar sobre el mar, mecerse con las olas. Con su manto preñado de bordados y terciopelo desparramándose por la cubierta del barco, con sus ojos y sus manos delicadas y congeladas alzadas a un cielo estrellado, resquebrajada de un dolor tal al mío. Flores rojas y blancas, claveles que llovían en aquella procesión de barcos guiados por tenues luces a proa, cómo ánimas con un candil en la mano bogando sobre el lóbrego mar. Flores que luego el mar ha empujado hacia la costa. Pero esta noche trágica y dolorosa, el destino todavía me tiene preparada una sorpresa. ¡Tanto dolor agrupado en el alma y que estoy vomitando en este lecho del algas, tu tumba de sal y arena, sólo puede abocarme a sensaciones delirantes y que exceden la lógica y la razón! Pues, de repente, una bruma vaporosa ha ido descendiendo tenuemente sobre el lomo del mar. Una niebla inexplicable en una calmada y cálida noche de agosto, con el cielo raso y las estrellas refulgiendo en el firmamento. Mis ojos se han vuelto hacia aquel solitario faro que parece levitar sobre el mar, que se sostiene en una desazonadora e infinita soledad entre la negra noche y las sobrecogedoras aguas oscuras. El disco de luz rotatorio, potente y claro, que brota de aquella isla, ha empezado a difuminarse conforme la neblina se va tornando más densa a mi alrededor. Y, de súbito, la he visto. A mi derecha, a unos veinte metros, una figura blanca y pálida, que parece brillar como si su piel fuera fúlgida. Camina hermosa, con paso ceremonioso y lento, adentrándose en el mar tras atravesar la arena, como quien desciende por una escalera invisible. —¡Yasmine, Yasmine! ¿¿Eres tú?? —bramo con la voz quebrada, desesperado. No puedo dar crédito a la imagen que, ante mis ojos, mágicamente, ha surgido de las entrañas de esa niebla que parece reptar con vida propia, difuminando el lejano resplandor anaranjado de las farolas, emborronando la silueta de los edificios y las aristas de las rocas que cercan esta playa. —¡Cariño, no entres al mar, por amor de Dios…! —exclamo avanzando hacia ella, azorado. Caigo al suelo de bruces y muerdo la áspera arena. La escupo mientras vuelvo a incorporarme de mi caída. Las algas se han enredado como serpientes en mis tobillos y se obstinan en frenar mi carrera, como tentáculos malignos. —¡Yasmine, vuelve, vuelve! —sigo exclamando, con el corazón golpeándome la sien y el pecho, enloquecido de impotencia, al ver como la imagen blanca de mi amada se la traga el mar. Primero devorando sus torneadas piernas, sus cincelados glúteos, su cintura delgada y bonita, sus proporcionados y suaves pechos, hasta que sus cabellos negros y largos, un reflejo exacto a como los recuerdo, también desaparecen en la negrura del mar.


Entonces comienza a bracear. Con elegancia y sensual armonía, sus brazos emergen y vuelven a hundirse en el agua. Avanza decididamente hacia aquel negro islote, con su único ojo de luz giratorio atrayéndola con su inevitable hechizo. Como aquella noche, ocho años atrás. La tragedia vuelve a repetirse, pero ahora se desgrana, paso a paso, ante mis ojos aterrados. En este momento he tenido la inaceptable certeza de que no puedo impedir su muerte tampoco esta vez. Esta escena se desliza ante mis ojos, como una película del pasado, de la cual sólo me limito a ser sufrido espectador. La veo fantasmagórica, alejándose de la orilla, empequeñeciéndose entre los reflejos plateados que destellan sobre el oscuro lomo del mar. —¡No sigas nadando hacia allá! ¡Vuelve cariño, vuelve, por amor de Dios! —sigo desgañitándome, con las pantorrillas ya dentro de aquel mar cálido y lóbrego. Siento los diminutos guijarros del fondo clavarse sobre las desnudas plantas de mis pies, como si quisieran martirizarme. No puedo resistir aquella visión de mi amada desapareciendo bajo la neblina, engulléndose en la lejanía. ¿Y si yo pudiera hacer algo? ¿Y si pudiera salvarla? ¿Y si pudiera cambiar los hechos pasados, rescatar y volver a escribir mi futuro, nuestro futuro?...

Sé que no es así. En la profundidad de mi mente la sensatez exhorta que me detenga, que no trate de evitar algo que, realmente, ya ha sucedido y es sólo un eco espectral de una lejana tragedia. Pero yo ya he perdido la razón, al estar reviviendo la escena dramática de su muerte, en el horrible preludio que nunca había contemplado. Espoleado por esta fatal desesperación, me he arrojado al mar y he empezado a bracear enloquecido, tras ella. Quiero salvarla. Quiero evitar que siga nadando hacia su final. Quiero defenderla, si fuera preciso, de las negras garras del mar. De su anunciada muerte. Quiero hacerla regresar a la segura orilla, donde nuestra historia de amor está inconclusa, aguardando el siguiente párrafo ya demasiados años. He braceado, con ferocidad, consumiendo todas mis energías con absoluta imprudencia. Cada vez más cerca de ese pequeño faro que, a veces, me ciega, al enfocarme con su potente luz. Pero no encuentro rastro de ella ni de su estela. No veo sus brazos blancos, luchando por progresar, ni la espuma blanca iluminada por las estrellas y el cuarto de luna creciente que me revele su estela. Sólo oscuridad, olas que van creciendo de tamaño, como si enfurecieran al verme y quisieran golpearme con enardecida fuerza en mi rostro.

Atrás he dejado la protectora orilla. Los edificios se han empequeñecido y emborronados hasta ocultarse tras la bruma, que sigue espesándose, como si me persiguiera y acorralara. Mis músculos empiezan a no responder, cansados de nadar. Ya sólo tengo una idea fija en mi mente, desorientado en la oscuridad. Me encuentro demasiado exhausto para regresar a la orilla de la que he partido con una fiebre de pasión y amor irracional. Apenas siento los brazos, pesados lastres que ya apenas reaccionan. Esa obsesiva idea es alcanzar la imagen a la que se ancla mis ojos, como único puerto salvador al que arribar y poder reposar mi desdicha. Pero esa única luz que pugna por abrirse entre las tinieblas, de repente, se ha desvanecido. Mis ojos han quedado ciegos por una densa e inexplicable niebla derrumbada sobre mi cabeza. Me empecino en seguir hacia el frente, en un último intento desesperado por fondear en aquel faro que se ha quedado tan ciego como yo en la noche. Quiero llegar con todas mis ansias, aferrarme a las aristas de sus rocas, emerger de aquel mar sin final que me está derrotando, ola tras ola. —¡Yasmine! ¿Dónde estás amor? ¡Respóndeme, por amor de Dios, dime algo, sálvame! —he clamado a la noche, en un postrero intento por encontrarla o que su voz me responda desde algún lugar y me guíe. Pero mi voz desesperada no encuentra eco. Sólo golpea mis oídos el lamento de la brisa, el batir de mis brazos rendidos contra el agua, los latidos de mi corazón como un martillo en la sien, mi propia y angustiada respiración, que trata de llevar oxígeno a mis músculos exhaustos, atacado por calambres de puro agotamiento. Braceo un poco más, pero una ola salvaje me zarandea como si fuera un muñeco. Me hace tragar agua y detenerme, intentando recuperar el aliento. Pero la cresta de la siguiente ola me sacude, abofetea mi rostro y me hace volver a tragar un agua que no me deja respirar. He perdido la dirección de mi nado, aturdido, tratando de encontrar un hálito de aire que me resucite. Mis brazos y mis piernas me desobedecen. Y las olas son siempre inasequibles en su batalla. Siempre tras una acude la siguiente, cada cual más briosa, más temperamental, más enérgica. Termino ahogándome con los ojos clavados en el cielo, buscando las estrellas y la Luna que ya no veo. Mi cuerpo se sumerge, imposible ya de salir a flote.

Así me ahogo y me muero, tal como tú, ocho años atrás. Alzo los brazos mientras desciendo hacia el fondo del mar, como si una mano firme e invisible tirara de mí. La sonrisa traslúcida de la Luna, que ha vuelto a aparecer en el cielo, se empequeñece en las tinieblas de las profundidades. Nunca imaginé que moriría con los ojos abiertos, en las entrañas del mar, con el ardiente deseo de encontrarme contigo como último pensamiento…


FIN


Autor: Javier L. García Moreno Autor de “El Colgante” y “El príncipe de Lentiscar”

Fotografía: Alberto Garre Martín

Correo autor: Javierlgarciamoreno@gmail.com

Página personal: Javierlgarciamoren.wix.com/javiergarciamoreno

Facebook: www.facebook.com/obrasjavierlgarciamoreno www.facebook.com/javierlgarciamoreno

Twitter: @javierlgarciam



Featured Posts
Recent Posts
Archive
Search By Tags
No hay tags aún.
Follow Us
  • Facebook Basic Square
  • Twitter Basic Square
  • Google+ Basic Square
bottom of page